17 ago 2019

Anacronismos

Hace 17 años que estamos sobre la misma calle, al inicio de la llegada no había buses y teníamos que subir a pie casi un kilómetro; nos enteramos tiempo después que el barrio se llamaba ‘Alcantarillas’ y la zona no podía ser mejor denominada. Se ubica en la mitad del mundo, ese sitio turístico tan famoso de Ecuador, donde el sol cae perpendicularmente y el polvo, lo seco del desierto y el viento son el paisaje y la única compañía.

Más de esos 17 años atrás, mi papá buscaba una casa barata donde vivir con su familia, y encontró en la mitad del mundo, una zona tan lejana que nadie quería vivir ahí; las casas costaban en ese entonces cinco mil dólares americanos, en una época en la que Ecuador había cambiado recientemente su moneda. Estas casas cuestan ahora más de treinta mil dólares, en obra negra.

Cuando llegamos no había casas alrededor, solo este conjunto, en aras del progreso buscábamos una casa propia que nos hiciera feliz, pero no había agua, no había luz, ni sistema de transporte, ni escuelas cerca, ni tiendas, ni teléfono y mucho menos internet. Cuando llegaba el fin de semana todos nos subíamos al carro y solo queríamos salir de esa casa, porque solo había una cosa: soledad.

En este conjunto de 100 casas, vivíamos 4 familias, y nos relacionábamos muy bien porque no vivía a la redonda, nadie más. Poco a poco el conjunto se fue poblando, y hoy en día las 100 casas están habitadas, son 100 familias de las cuales ya no conocemos a más de 2. Mucha gente se fue por las características del territorio, muchas se fueron porque nunca había nada cerca. Para nosotros, irnos no era una opción porque el esfuerzo para adquirir esta casa fue muy fuerte, así que nos tocó ir descubriendo la zona.

Bajo el monumento de la mitad del mundo, descubrimos un poblado llamado San Antonio de Pichincha, que instalaba justo una línea de bus que pasaba por nuestro conjunto (eso fue dos años después), y conocimos que había un parque, una iglesia como en todo buen pueblo, y una junta parroquial. Mirar atrás es percatarse que la vida de esta comunidad la construimos entre todos con nuestra sola presencia. Pero la gente era arisca, no hablaban con nosotros, nos veían extraño, y nosotros tampoco nos reconocíamos en sus miradas.

No había nada artístico cultural cuando llegamos, hoy ya hay una radio, ya hay un centro cultural, la junta parroquial presta sus espacios para varias actividades artísticas, e incluso invitan a artistas de todo estilo a que puedan presentarse en diversos espacios. El momento en que más se vive un activismo artístico cultural es en las fiestas de la parroquia, donde todos los barrios muestran su rostro más alegre.

Pasamos de ser un conjunto solitario en las faldas del cerro ‘La Marca’, a una sociedad completa. Ahora hay un teatro, y felizmente ya hay agua, una tienda. Ya no tenemos que abrir la puerta del conjunto para hacer una llamada con monedas en una cabina.

Nosotras estudiamos siempre ‘en Quito’, que es el equivalente a decir en la ciudad, porque finalmente San Antonio sigue siendo una parroquia rural del distrito metropolitano, lo que significa que sigue siendo un pueblo. Hace menos de un año se habilitó una nueva carretera, lo que indica que los espacios se construyen y existen porque la presencia de sus habitantes demanda movimiento.

Jamás tuvimos amigos aquí, aún no los tenemos, solo vecinos. Ese silencio, esa soledad me habituó a no tener ruido, y esa es la razón por la que llegar a Guayaquil es un contraste tan fuerte, porque en mi barrio no hay sonidos. Escucho gallinas, escucho la neblina pasar con fuerza al caer la tarde, escucho las fiestas de pueblo de Calacalí, una vez al año, escucho cuando algún muerto baja siendo cobijado por algún barrio próximo en su ataúd. Escucho al colegio militar que está un poco lejos, pero les hacen trotar hasta acá.

Detrás del conjunto, hay un centro ceremonial de gente vegana, que cree en la orden del Acquarius, jamás se oye nada provenir de ahí, aunque dicen que promulgan el arte, la filosofía y la ciencia. Más abajo está una costurera, o estaba, porque tuvo que volver a su ciudad natal por falta de trabajo.
Acá las cosas se cuentan en unidades, no como en la ciudad grande, que hay farmacias, papelerías, discotecas, restaurantes, todo en plural. Acá hay un parque, aunque recién inauguraron la segunda unidad. Hay 3 colegios, y no más de 5 escuelas, no hay cines, tampoco museos, mucho menos bibliotecas.

Luego vino el complejo Unasur, este edificio grandísimo, que parece nave espacial y que se realizó en el momento de mayor opulencia del gobierno de Rafael Correa en miras de una integración con los demás países de América Latina. Ahora va a ser una universidad, dice el nuevo presidente. Para hacer Unasur, Correa expropió a todas las casas, negocios y espacios aledaños al monumento mitad del mundo, y se hizo unas vallas gigantes que se supone iban a ser viviendas. Nunca se dio.

Mis recuerdos son vagos, remotos, casi diluidos en el aire, pero recuerdo que había un peaje, y la comunidad se quejó de que el Prefecto no hacía nada con ese peaje y la comunidad propia tumbó el peaje. Al tiempo, mis papás nos cambiaron a colegios más cerca de casa, y nuestros amigos subieron en número. Hacíamos labor comunitaria en el colegio, pero la ruralidad éramos nosotros, aún ahora lo somos.

Todo lo que viene a mi mente son fragmentos, recuerdos cortados, unidades, igual que en este barrio. Se han ido sumando cosas en unidades, pero hay cosas que no existen, por ejemplo ya no hay cosecha, el maíz se deba en esta zona tan seca, pero ya no hay lluvias. Mi mamá dice que es porque ya no hay bosques, y no hay bosque ni árboles porque se han hecho más conjuntos, ahora hay un conjunto vecino a una cuadra de nosotros, y ya no hay maíz.

No hay panaderías, pero la señora de la casa 19 ha abierto una tienda donde intenta vender todo lo que puede, pero siempre que pedimos algo no tiene lo que pedimos. Y su pan es rancio y duro. Nosotras damos clases de inglés, y de vez en cuando mis padres dan alguna fiesta, que no es para el barrio, es para sus amigos de otros barrios de mucho más lejos. Ya podríamos decir que subimos de 0 a un puñado de 3 conocidos que podrían llamarse gente querida, no sé si amigos.

Yo intento hacer teatro en ese espacio comunal que está bastante más abajo, y las pocas muestras que intentan hacer arte, deben competir con la elección de la reina del pueblo, que es el evento más importante. Acá no pasa el tiempo, o pasa tan lento que parece la niebla que baja de ‘La Marca’, dice una leyenda que ahí escondió Rumiñahui, el tesoro de Atahualpa, y que por eso el Taita Rumi siempre está nublado, que no se despeja nunca. Otra leyenda dice que el monte de frente de nuestra casa es un elefante dormido.

El monte que enfrenta a la mitad del mundo es el cerro CateQuilla, el asiento de la luna que en los equinoccios atrae a un montón de hippies a realizar sus ceremonias de ayahuashca. Noto que no hay movimiento artístico cultural en el barrio, es cierto, pero estamos asentados en un espacio que es milenariamente cultural, por el simple hecho de estar en la mitad del mundo.

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