Más de esos
17 años atrás, mi papá buscaba una casa barata donde vivir con su familia, y
encontró en la mitad del mundo, una zona tan lejana que nadie quería vivir ahí;
las casas costaban en ese entonces cinco mil dólares americanos, en una época
en la que Ecuador había cambiado recientemente su moneda. Estas casas cuestan
ahora más de treinta mil dólares, en obra negra.
Cuando
llegamos no había casas alrededor, solo este conjunto, en aras del progreso
buscábamos una casa propia que nos hiciera feliz, pero no había agua, no había
luz, ni sistema de transporte, ni escuelas cerca, ni tiendas, ni teléfono y
mucho menos internet. Cuando llegaba el fin de semana todos nos subíamos al
carro y solo queríamos salir de esa casa, porque solo había una cosa: soledad.
En este
conjunto de 100 casas, vivíamos 4 familias, y nos relacionábamos muy bien
porque no vivía a la redonda, nadie más. Poco a poco el conjunto se fue
poblando, y hoy en día las 100 casas están habitadas, son 100 familias de las
cuales ya no conocemos a más de 2. Mucha gente se fue por las características
del territorio, muchas se fueron porque nunca había nada cerca. Para nosotros,
irnos no era una opción porque el esfuerzo para adquirir esta casa fue muy
fuerte, así que nos tocó ir descubriendo la zona.
Bajo el
monumento de la mitad del mundo, descubrimos un poblado llamado San Antonio de
Pichincha, que instalaba justo una línea de bus que pasaba por nuestro conjunto
(eso fue dos años después), y conocimos que había un parque, una iglesia como
en todo buen pueblo, y una junta parroquial. Mirar atrás es percatarse que la
vida de esta comunidad la construimos entre todos con nuestra sola presencia. Pero
la gente era arisca, no hablaban con nosotros, nos veían extraño, y nosotros
tampoco nos reconocíamos en sus miradas.
No había
nada artístico cultural cuando llegamos, hoy ya hay una radio, ya hay un centro
cultural, la junta parroquial presta sus espacios para varias actividades artísticas,
e incluso invitan a artistas de todo estilo a que puedan presentarse en
diversos espacios. El momento en que más se vive un activismo artístico
cultural es en las fiestas de la parroquia, donde todos los barrios muestran su
rostro más alegre.
Pasamos de
ser un conjunto solitario en las faldas del cerro ‘La Marca’, a una sociedad
completa. Ahora hay un teatro, y felizmente ya hay agua, una tienda. Ya no
tenemos que abrir la puerta del conjunto para hacer una llamada con monedas en
una cabina.
Nosotras
estudiamos siempre ‘en Quito’, que es el equivalente a decir en la ciudad,
porque finalmente San Antonio sigue siendo una parroquia rural del distrito
metropolitano, lo que significa que sigue siendo un pueblo. Hace menos de un
año se habilitó una nueva carretera, lo que indica que los espacios se construyen
y existen porque la presencia de sus habitantes demanda movimiento.
Jamás
tuvimos amigos aquí, aún no los tenemos, solo vecinos. Ese silencio, esa
soledad me habituó a no tener ruido, y esa es la razón por la que llegar a
Guayaquil es un contraste tan fuerte, porque en mi barrio no hay sonidos. Escucho
gallinas, escucho la neblina pasar con fuerza al caer la tarde, escucho las
fiestas de pueblo de Calacalí, una vez al año, escucho cuando algún muerto baja
siendo cobijado por algún barrio próximo en su ataúd. Escucho al colegio
militar que está un poco lejos, pero les hacen trotar hasta acá.
Detrás del
conjunto, hay un centro ceremonial de gente vegana, que cree en la orden del
Acquarius, jamás se oye nada provenir de ahí, aunque dicen que promulgan el
arte, la filosofía y la ciencia. Más abajo está una costurera, o estaba, porque
tuvo que volver a su ciudad natal por falta de trabajo.
Acá las
cosas se cuentan en unidades, no como en la ciudad grande, que hay farmacias,
papelerías, discotecas, restaurantes, todo en plural. Acá hay un parque, aunque
recién inauguraron la segunda unidad. Hay 3 colegios, y no más de 5 escuelas,
no hay cines, tampoco museos, mucho menos bibliotecas.
Luego vino
el complejo Unasur, este edificio grandísimo, que parece nave espacial y que se
realizó en el momento de mayor opulencia del gobierno de Rafael Correa en miras
de una integración con los demás países de América Latina. Ahora va a ser una
universidad, dice el nuevo presidente. Para hacer Unasur, Correa expropió a
todas las casas, negocios y espacios aledaños al monumento mitad del mundo, y se
hizo unas vallas gigantes que se supone iban a ser viviendas. Nunca se dio.
Mis
recuerdos son vagos, remotos, casi diluidos en el aire, pero recuerdo que había
un peaje, y la comunidad se quejó de que el Prefecto no hacía nada con ese
peaje y la comunidad propia tumbó el peaje. Al tiempo, mis papás nos cambiaron
a colegios más cerca de casa, y nuestros amigos subieron en número. Hacíamos
labor comunitaria en el colegio, pero la ruralidad éramos nosotros, aún ahora
lo somos.
Todo lo que
viene a mi mente son fragmentos, recuerdos cortados, unidades, igual que en
este barrio. Se han ido sumando cosas en unidades, pero hay cosas que no
existen, por ejemplo ya no hay cosecha, el maíz se deba en esta zona tan seca,
pero ya no hay lluvias. Mi mamá dice que es porque ya no hay bosques, y no hay
bosque ni árboles porque se han hecho más conjuntos, ahora hay un conjunto
vecino a una cuadra de nosotros, y ya no hay maíz.
No hay
panaderías, pero la señora de la casa 19 ha abierto una tienda donde intenta
vender todo lo que puede, pero siempre que pedimos algo no tiene lo que
pedimos. Y su pan es rancio y duro. Nosotras damos clases de inglés, y de vez
en cuando mis padres dan alguna fiesta, que no es para el barrio, es para sus
amigos de otros barrios de mucho más lejos. Ya podríamos decir que subimos de 0
a un puñado de 3 conocidos que podrían llamarse gente querida, no sé si amigos.
Yo intento
hacer teatro en ese espacio comunal que está bastante más abajo, y las pocas
muestras que intentan hacer arte, deben competir con la elección de la reina
del pueblo, que es el evento más importante. Acá no pasa el tiempo, o pasa tan
lento que parece la niebla que baja de ‘La Marca’, dice una leyenda que ahí
escondió Rumiñahui, el tesoro de Atahualpa, y que por eso el Taita Rumi siempre
está nublado, que no se despeja nunca. Otra leyenda dice que el monte de frente
de nuestra casa es un elefante dormido.
El monte
que enfrenta a la mitad del mundo es el cerro CateQuilla, el asiento de la luna
que en los equinoccios atrae a un montón de hippies a realizar sus ceremonias
de ayahuashca. Noto que no hay movimiento artístico cultural en el barrio, es
cierto, pero estamos asentados en un espacio que es milenariamente cultural,
por el simple hecho de estar en la mitad del mundo.
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