5 mar 2019

Puñado de pequeños

-Ah… y eres dirigente de primero de bachillerato, de paso te advierto que es el peor curso del colegio.

Así sin más, ni siquiera me preguntó si quería o si podía, primera inmersión en el mundo educativo establecido y formal, y ya me chantan el muerto. Llega el primer día y en efecto el dichoso curso parece ir de pésimo a peor, con un comportamiento de temer y un irrespeto al himno nacional. Si ni ese se salva –pienso yo- tengo las horas contadas.

¿Cómo se manejan los padres de familia? ¿Qué les digo para que me respeten pero no me odien? ¿Cómo se es buena gente sin que se me carguen?

Entran todos al aula donde esperan una bienvenida magistral de la tutora nueva, tanto padres de familia como alumnos están expectantes. Finalmente opto por ser la profesora pesada, me decanto por ganarme primero miedo, y luego como vayan las cosas, su cariño.

…ya no son más niños, han pasado a la etapa bachillerato, y a los padres de familia no quiero ni verlos por acá, estamos todos ocupados trabajando como para que vengan ustedes a traernos más problemas. O educan a sus hijos en la casa, o acá no es. Acá no se hace magia, si sus hijos son unos patanes, será porque lo heredaron de ustedes.

Salen todos, y ya sé que lo hice todo mal. Entra el vicerrector, a quien le debía tan gratísima labor de ser tutora. Ya ser profesora de una de las materias que más odia todo estudiante en el colegio era duro, pero ser dirigente fue mi graduación.
Los días pasaban entre darme cuenta que ‘el peor curso del colegio’ necesitaba algo muy distinto a la mano dura que les habían aplicado siempre, que nadie les había preguntado por sus verdaderos problemas y que ir de a gritos y reclamos había sido una táctica aplicada por todo el personal, y siempre fallida, porque como los muchachos no se reconocían en ese trato, lo rechazaban. ¿Quién funciona a putazos? –Ellos- me contestaba el vicerrector.

Entre mi clase de inglés y mis malabares con la dirigencia, fui descubriendo que era el sistema el que estaba mal, y conocí a un Martín* que me ‘bulleaba’ todo el tiempo, o me ponía el pie para hacerme tropezar, a Doris que llegaba cada mañana a las 07h00 en punto a llorar a mi aula y a recibir un abrazo; a Amaro que había sido rechazado por papá y mamá y sus profesoras lo detestaban porque era muy conflictivo. A Daniela, que tenía una definición errada del amor, y decidía enviar fotografías de su cuerpo desnudo a sus compañeros.

El rector, cada vez que hablaba yo con la psicóloga sobre una posibilidad de ayuda a aquellos jóvenes y niños tan perdidos, él contestaba jactándose que en los veinte y tantos años, el colegio nunca había tenido problemas. Me preguntaba yo, cómo llamaba él al intento de acuchillar a otro alumno que cometía Elías unas semanas después, o a que un niño de sexto de básica presenciara la escena sexual anal entre dos estudiantes de octavo de básica, si no era grave para él que los estudiantes consideren que la mejor forma de prevención sexual sea la abstinencia no por evitar ETS o embarazos no deseados, sino porque es un pecado que ‘hace enojar a diosito’.

Este colegio –religioso por cierto- me terminó de sorprender en cada aspecto, pues los estudiantes tenían realmente muchos problemas, a los que los ‘maestros’ solo ponían más candela cuando les decían ‘ustedes son el peor curso del colegio porque no sirven para nada, solo van a servir para vender agua en los semáforos’, ‘ustedes no dan más que para limpiar parabrisas’ como si esos trabajos fueran lo más denigrante, como si fallar en un examen fuera siempre una decisión.

Y estaba yo ahí, escuchando en mis horas libres, en mis recreos cómo más de la mitad no conocía a su papá, cómo a muchos los criaban sus abuelos, cómo a otros se les habían muerto sus hermanos, cómo otros trabajaban para pagar su casa. Y los acogía y jamás les negué un abrazo. Me di cuenta que aunque yo no me había formado como profesora, era mucho mejor maestra para ellos que los otros que solo los desmoralizaban y los trataban como una basura.

Me pregunto hasta hoy si esa técnica funciona.

Llegan los padres y es otro cuento, llega un padre de una nena de 12 años, y nos dice: mi hija puede tener los novios que ella quiera, porque está en edad de experimentar. Fue a ella a la que encontraron haciéndole sexo oral a un alumno mayor, y en posición de mesa en el baño frente a vicerrectorado. Llegan los padres a lapidar al maestro cuando quiere ayudar. Le digo a la mamá de Daniela lo que su hija está haciendo, y me dice que su hija es una santa y que va a denunciarme.

En medio de todo este fuselaje derretido de un avión que se ve que va a caer, el alivio son ellos; ellos que a pesar de sus problemas me los cuentan todos, ellos que a pesar de sus dolores sonríen, y que a pesar de que los humillan siguen guerreando. Supongo que ser adolescente nunca fue sencillo, pero serlo en este siglo es aún más complicado, porque nadie te mira, ni siquiera tus padres, y cuando te miras tú, te sientes ajeno a ese cuerpo, a verte tan físicamente grande pero de corazón y mente todavía tan inocente y frágil. Me duelen porque los adultos se aprovechan y se aprovecharon siempre de esa ingenuidad.

Y llega Camila, que aunque no puedo decir mi favorita, es la que más me enseñó y de la que más aprendí. Me cuenta su tía, que es su representante, que la tuvieron que sacar de la casa de la mamá –de Camila- porque la señora tiene un novio que quiso abusar sexualmente de Camila, y cuando ella lo denunció ante su madre, ella prefirió creerle a él. Sus tíos la obligaron -a la mamá- a poner la denuncia, pero nunca la terminó, porque amaba mucho a ese hombre.

Camila me enseñó que ser maestra es algo sagrado porque ella seguía todos mis pasos. No hubo lunes que no la viera llorar, porque pasaba el fin de semana con su mamá, y la extrañaba. Camila lloraba todos los días prácticamente, porque cuando superaba el fin de semana, se acordaba que lo estricto de sus tíos tampoco la dejaba ser una adolescente normal. Y en medio de eso, llegaba a vivir en un lugar al otro lado de la ciudad, en otro clima, en otro espacio físico, con otra familia, otros compañeros y hasta otra comida.

¿Cómo hay padres que tienen hijos para hacerlos sufrir? Algunos de los padres consideraron que darles todo a sus hijos, era la mejor forma de brindarles la educación que ellos no tuvieron, como si educar fuera un sinónimo de atiborrar de cosas materiales. Como si un juguete llenara el amor que ellos necesitaban, o el vacío que sentían.

Llega a mi aula otro de mis pequeños, su nombre es Matías y tiene el tan popular síndrome de atención dispersa, y autismo; el sistema educativo de mi país hace que tenga que darle evaluación diferenciada y también clases personalizadas en medio de una clase para otros 20 niños. Prácticamente, tengo que tenerlo sin hacer nada, y hacerlo pasar el año –según el ministerio, y el colegio que no quiere meterse en problemas.

Matías, toma, pinta esta manzana; le paso una pintura y sigo dando mi clase a los demás niños, tiempo más tarde regreso a mirar y Matías no ha pintado la manzana; no me sorprendo porque generalmente él no hace las tareas que le encomiendo por más sencillas que sean. Le pregunto casi por hablar al aire: ¿por qué no has pintado la manzana?... porque usted me dio una pintura azul, y las manzanas no son azules, son rojas.

El día en que me despedí de mis alumnos, fue Matías el que me dio el abrazo más sincero, y sorpresivamente fue él quien se me acercó a despedirse. Aprendí entonces que otros que están mal son aquellos que encasillan a los niños en cientos de ‘enfermedades’ cuando todos los niños son diferentes y únicos, y el que no caminen o se muevan como nosotros quisiéramos, no significa que no caminen en lo absoluto.

Volví a mis niños grandes, mi trabajo en el colegio era ir y volver entre los niños a los adolescentes, y a mis jóvenes, los más grandes pero que son mis encerrados; yo los llamo así porque están en un cuerpo que no les pertenece, del que no se apropian porque todo les es nuevo, que el vello, que la voz, que las hormonas, es como si nunca nadie les hubiera explicado que es normal sentirse raro, y que la mejor forma de acostumbrarse a esos nuevos residentes en el cuerpo es conocerse y amarse profundamente.

Para este punto del año, yo les daba todas las clases, no solo inglés porque me daba cuenta que sus vacíos eran tan profundos, que me era una irresponsabilidad ética no hablar con ellos de todos esos temas. Entonces pasaba del verbo 'to be', a la ortografía, de si existe Dios o no, a los agujeros negros, de anatomía y sexualidad a los adverbios de frecuencia. A intentar enseñarles que lo más valioso son ellos mismos, aunque sientan que nadie más lo ve, aunque piensen que no son importantes para nadie.

Entre toda esa odisea llega la inspectora general un día -que me odiaba especialmente-, a advertirme que ya no quiere volver a ver a los alumnos en mi aula, que se le hace raro que mis alumnos varones pasen conmigo todo el recreo, que no entiende cómo he podido conversar con Pamela, la alumna declaradamente lesbiana del colegio, y encerrarme con ella en el aula una hora clase.

Me advierte que va a hablar con los padres de familia sobre mi cercanía con los alumnos, que a ella no le parece que yo esté ocupando mi lugar. Lo irónico es que cuando ella finalmente decide hablar con los padres, porque yo no cambié mi comportamiento, son los mismos padres los que me piden que no me aleje de sus hijos porque mi presencia les ha hecho mucho bien.

Ya no trabajo ahí. Jamás compartí su filosofía de ‘educación’. Yo renuncié, aunque me demoré mucho porque no quería dejar solos a mis muchachos, sin embargo sé que cambié sus vidas cuando la Vane me puso de despedida: Dejaste un poco de tu magia en todos nosotros. Para la administración del colegio, la historia es otra, y se encargan de repartir la idea de que yo tenía una relación sentimental con uno de mis estudiantes, menor a mí 10 años. Es la verdad con que se quedaron.

Abro los ojos la siguiente mañana después de mi despedida, y tengo un dolor tan hondo en el corazón, como un vacío venenoso y picante, que no sé decir muy bien dónde está, pero siento que se expande por todo el pecho. Lloro, me río, me duelen, me acuerdo. ¿Qué estamos haciendo por la educación en el mundo? Desde esa experiencia decidí dedicarme a la docencia, aunque no sea profesora.

Hay niños tan solos en el mundo, tan golpeados, tan rechazados, que viven sin amor. Y tiene que haber alguien, aunque sea una persona, a la que le importen. No sé si me alcance para todos… pero lo voy a intentar.

*Se han cambiado los nombres

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