31 may 2020

Había una vez, en la selva

Cuando estudiaba en la Universidad Central, mi profesor de Historia de las Civilizaciones, hoy decano de la facultad donde estudiaba, y por cierto muy bueno en su área, nos envió la tarea de convivir con una comunidad originaria por una semana y luego hacer un informe de la experiencia.

A esa edad y con esa ingenuidad, lo más sencillo que se nos ocurrió hacer fue ir a "convivir" en la comunidad Shiripuno, más por novelería que por hacer el trabajo. No conocía el oriente, y esa fue la puerta abierta del inicio a las mejores experiencias de mi vida*.
Cuando llegamos ahí, coincidía que las fiestas de Misahuallí estaban en curso, Misahuallí es el poblado que alberga a todas estas personas que viven en gran parte del turismo que se hace con la visita a sus comunas, aunque hoy se sabe que es más un montaje que una realidad, sin embargo sigue llamando mucho la atención.

Nuestro guía, al que le decíamos "Teo", sabía que habíamos ido a quedarnos, así que nos debía llevar como aretes todo el día. Hasta las 6 de la tarde no hubo problema, a esa hora la comunidad acaba su jornada y se va a sus verdaderas casas, pero para nosotras la verdadera casa estaba ahí, así que Teo tuvo que llevarnos a las fiestas de Misahuallí, fuimos a pie con unas linternas que él nos dio y que funcionaban a manivela.

Vimos todo el espectáculo, todo fue muy interesante y divertido, pero estábamos cansadas del viaje y ya queríamos volver, Teo se había dedicado a tomar chicha y cuando le dijimos que queríamos ya irnos nos dijo: "ah ya, vayan no más". Quizá ahora mi respuesta hubiera sido ¿cómo que vayan no más?, si tú nos trajiste pues tú nos llevas; pero esa noche, en ese cansancio, y tal vez por la inexperiencia y lo sorpresivo de la respuesta, no dijimos nada.

Nos subieron a una camioneta, Teo le dice al chofer: "déjalas al final del camino para que regresen a la comunidad". Estábamos tan cansadas que solo nos subimos casi adormitadas, cuando llegamos al final de la carretera apta para vehículos el chofer nos dice: "ya, de aquí cojan el camino largo hasta el final y ahí ya llegan". Nos bajó de la camioneta y nos dejó botadas en medio de la selva.

Era aproximadamente la 1 de la mañana, y en la selva no se ven más que las estrellas. Empezamos a darle manivela a las linternas, que era lo único que llevábamos. Caminamos largamente hasta que nos encontramos con una enorme culebra blanca en medio del camino, con la cabeza erguida y atravesaba todo el sendero. Estábamos aterradas porque no íbamos a poder pasar así que esperamos a que ella pasara primero, nosotras estábamos un tanto lejos, así que esperábamos que no notara nuestra presencia.

Pasaron aproximadamente 20 minutos y la culebra no se movió, nosotras nos caíamos del sueño pero no podíamos avanzar por el miedo a un ataque. Nos comenzamos a acercar, y cuando estuvimos lo suficientemente cerca, nos percatamos que no era ninguna culebra, si no unas piedras que a la falta de luz, y con el miedo encima, nos habían jugado una mala pasada por medio de una ilusión óptica. Avanzamos todo el resto del sendero que nos tomaría al menos otra hora más, y llegamos a nuestra cabaña.

Cuando todo parecía haber terminado, empieza a sonar un bufido muy fuerte, como un animal refunfuñando, que tambaleaba toda la cabaña, en el oriente las casas de caña son más altas que las de la costa, y nosotras estábamos ahí arriba. Pero este animal, que nunca supimos si fue un cerdo, un oso, o qué rayos, estaba muy enojado y movía todo. Esa noche, comenzó una aventura para mí que duró varios años, y de la que siempre guardo los más chistosos, nostálgicos y locos recuerdos...

*A raíz del audiolibro de "Había una vez en la selva", esta serie de relatos reales van a dar la antesala a la transcripción al Kichwa y al cuento original de Ortiz de Villalba, que son la razón por la que he decidido que todos deberían tener acceder a esa bellísima historia.

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